CRÓNICA
A propósito de la futura participación política de las FARC, Yezid Arteta, exmiembro de esa guerrilla, escribió para Semana.com.
Es la bonanza que nos llega. Con estas palabras describió un pastor
evangélico a la Unión Patriótica cuando la bola llegó hasta las cumbres
de la cordillera occidental caucana. Eso sucedió en un remoto caserío
del municipio del Patía, a mediados de los ochenta, cuando los frentes
de las FARC seguían a rajatablas la tregua ordenada por Manuel Marulanda
Vélez desde su cuartel general.
Las FARC se tomaron en serio el proceso de paz iniciado por el
presidente Belisario Betancur en su primer año de mandato. La Unión
Patriótica era una puerta para quienes habíamos optado por la lucha
guerrillera y creíamos de buena fe que había llegado el momento de dejar
los fierros y confiar en la legalidad. En cambio, para una franja
importante de colombianas y colombianos, la Unión Patriótica era una
respuesta esperanzadora y competente para romper la hegemonía de los dos
grandes partidos que se quedaron con todo el pastel y no le dejaron ni
una molécula en la mesa a quienes decían no pertenecer al liberalismo o
al conservatismo.
El Palacio de Justicia, calcinado y humeante, luego de la absurda
toma del M-19 y la nihilista retoma de las tropas oficiales, era el más
vivo y apocalíptico retrato de la capital colombiana que, durante
aquellos días, acogía a más de 3.000 delegados. Toda la gente que
llegaba desde los cuatro puntos cardinales del país iba con un solo
propósito: crear un nuevo partido político. Era el tiempo de la Unión
Patriótica. El teatro Jorge Eliécer Gaitán fue la cuna del primer
congreso. Allí los delegados aprobaron por aclamación un programa
político de veinte puntos, de los cuales algunos fueron asumidos por la
Nación años después, tales como la convocatoria de una Asamblea Nacional
Constituyente y la elección popular de gobernadores y alcaldes.
Es absurdo mirar a través de los cristales del siglo XXI los sucesos
relacionados con la Unión Patriótica. Lo recomendable es emplear unos
lentes modelo 1985 para evitar imágenes borrosas o distorsionadas.
Colombia era gobernada entonces a través del Estado de Sitio permanente y
los tribunales militares juzgaban a los civiles acusados de “subvertir
el orden”. Un parágrafo del artículo 120 de la Carta Constitucional
dividía a la sociedad en ciudadanos de primera y segunda clase. Los
primeros, liberales y conservadores, dominaban por mandato legal toda la
estructura ejecutiva del Estado y los segundos tenían derecho al voto
pero no podían gobernar.
Batallando contra un laberinto de leyes restrictivas y
antidemocráticas nace la Unión Patriótica. Mientras sus integrantes
creían posible cambiar el statu quo a través del encanto que
despertaba su programa transformador, otros en cambio, de noche y desde
las cloacas, iban preparando una olla podrida para cocinar y pulverizar a
los “enemigos del régimen”, mientras enseñaban a la luz del día, teoría
constitucional en las facultades de derecho y citaban a Maurice
Duverger.
En el mundo de las FARC los diálogos con el gobierno de Betancur eran
vistos con entusiasmo. Jacobo Arenas y otros cuadros de la organización
reunían cualidades para ganar el sufragio de la ciudadanía. Hacia allá
iban las FARC. Hacia la política abierta hasta que la matanza de líderes
de la Unión Patriótica las hizo recular. Vuélvanse a las montañas
porque nos van a exterminar, se corrió la voz entre las distintas
estructuras de la guerrilla. Vuélvanse que es una trampa, coreaban los
estafetas. Quién preparó la trampa. Quién ordenó la matanza. Quién se
cargó el proceso de paz con las FARC. Quién ordenó sacar de la contienda
política a la Unión Patriótica. Un largo etcétera de preguntas y pocas
respuestas hasta ahora.
Las FARC hubieran podido llegar a la Unión Patriótica. No llegaron
porque hubo potencias activas, enroscadas en distintas esferas del
poder, que lo impidieron. Fuerzas que hicieron suya la temeraria teoría
del “enemigo interno”, y de este modo, obtuvieron luz verde para barrer a
la oposición de izquierda por los medios que fueran, sin descartar por
supuesto, el asesinato selectivo.
Recuerdo que asistí al primer congreso de la Unión Patriótica y
recibí mi acreditación de delegado en la sede del Concejo de Bogotá,
donde funcionaba la comisión de credenciales. Llegué a Bogotá con los
brazos arañados porque días antes me había extraviado con una comisión
de guerrilleros en un nudo selvático del municipio de El Tambo, Cauca, y
nos tocó batallar contra las zarzas para salir de allí. Eran otros
tiempos. Éramos una organización modesta en hombres y recursos.
Sobre uno de mis hombros colgaba una carabina M-1 recortada y buena
parte de los integrantes del frente guerrillero lucían bluyines e iban
armados con escopetas y revólveres. Pensar que la guerrilla podía
tomarse el poder con lo que tenía en ese entonces es uno de los más
extravagantes disfraces que se emplearon como excusa para tirarse el
proceso de paz que había comenzado con expectativa en el desfiladero del
río Duda.
Cuando transcurrían los primeros meses de la tregua, volví del
congreso de la Unión Patriótica y participé en varios actos públicos
porque todo indicaba que ya nos quedaba poco tiempo en el monte, puesto
que parecía inminente y palpable el anhelado espacio que permitiera a la
guerrilla saltar a la arena política sin recurrir a las armas. Así
pensábamos en la guerrilla pero no pensaban lo mismo quienes estaban
empeñados en que la guerra fría se definiera en favor de Washington e
hicieron toda suerte de diabluras para que el proceso fracasara y así
quedar con las manos libres para ensañarse contra la gente de la Unión
Patriótica.
Cuando estuve en Argelia, Cauca, sin armas, participando en una
concentración política me llamó la atención la ambivalencia de los
miembros de la policía que merodeaban el acto, ya que algunos de ellos
se comprometieron a protegerme y otros por el contrario querían impedir
mi participación. Así funcionaba la tregua en los teatros de
operaciones. Unos militares dispuestos a cumplirla y otros empeñados en
reventarla. La cuerda no aguantó el peso y al final se reventó.
Los campesinos del Macizo Colombiano y de la alta y media bota
caucana que fueron a escuchar a Jaime Pardo Leal, el fogoso orador y
candidato presidencial por la Unión Patriótica asesinado en 1987, lo
vieron por última vez en la plaza de mercado del Bordo. Estaba
comiéndose una sandía mientras conversaba y carcajeaba con una vendedora
de frutas. Pardo Leal y otros miles de militantes de la Unión
Patriótica, con sus meros discursos y su fe de carboneros, seguían
recorriendo el país para convencer a la frutera del Bordo y a millones
como ella que sólo la paz y la justicia social podían redimirlos. Esa
fue su culpa.
No puede tildarse más que de alevosía todas las argumentaciones que
por estos días realizan algunos analistas para justificar el asesinato
de una generación completa de la izquierda colombiana. Varios
columnistas se han puesto a la tarea de encontrarle pelos negros a un
gato blanquísimo. Pretenden asociar los orígenes y la actividad de la
Unión Patriótica con prácticas violentas. Hacen suya la expresión
evangélica – el que a hierro mata a hierro muere – para razonar cada uno
de los asesinatos cometidos contra esta colectividad. Sembraron
violencia y por tanto cosecharon violencia. Así la están contando en sus
escritos.
Lo que no cuentan es que los estatutos originales de la Unión
Patriótica no daban pie a equívocos con relación a la forma de hacer
política. Todos los miembros del partido, conforme al artículo primero
de los estatutos inscritos ante el Consejo Electoral, debieron ceñirse a
la carta de derechos y obligaciones consagrados en la Constitución. Y
no era bla bla bla. Está probado, hasta el sol de hoy, que no hay una
sola víctima de la Unión Patriótica que haya perecido en un combate, y
sin embargo, todos murieron a bala. No hay un solo expediente que
demuestre lo contrario. Era gente que estaba haciendo la tarea política
conforme a las leyes vigentes del país, y sin embargo, los trataron como
combatientes y con el agravante de que los mataban a traición. Por la
espalda.
Colombia: Democracia Incompleta
se intitula un libro sencillo y práctico escrito por un ex viceministro
de defensa de Colombia del actual gobierno. El ensayo que comparto a
rasgos generales amén que recomiendo su lectura, es un memorial de
agravios contra lo que ha sido y es el actual régimen político
colombiano. El exfuncionario de Mindefensa niega que en Colombia existan
derechos para la oposición política y recuerda que el Frente Nacional
“pasó por alto la existencia de pequeñas expresiones políticas como el
Partido Comunista”. Lo que no entiendo ahora es por qué razón el autor
de este ensayo se opone tan fieramente en sus comentarios a que el
gobierno y la guerrilla puedan llegar a un acuerdo para destapar el
actual sistema político que, como él bien lo argumenta en su
investigación, es “cerrado, excluyente y golpea a la oposición”.
Todo esto lo cuento porque el tema de la Unión Patriótica salió a
flote en estos días tan extraños en los que los antiguos pacificadores
se volvieron generales de la noche a la mañana y sin haber echado un
tiro en su vida, no ven la manera de demoler los diálogos con las FARC.
Lo cuento también porque ya se perfila en el horizonte el tema de la
participación y las garantías políticas en Colombia y bien vale la pena
echar una mirada desde el retrovisor al reguero de muertos que quedaron a
la orilla del camino. La Unión Patriótica estuvo dando la cara y la
vida cuando muchas de las oenegés que tanto ruido hacen ni siquiera
existían. Algo que nadie debe olvidar: los cientos de militantes de la
Unión Patriótica martirizados fueron leales a su destino. No todos los
políticos colombianos pueden decir lo mismo.
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