La Unión Patriótica en la voz de sus sobrevivientes
por KIEN&KE
Roberto Romero habla en su oficina del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación. Romero se internó juiciosamente en los archivos del semanario Voz, que nació del tradicional periódico del Partido Comunista Voz Proletaria, para lograr su propósito: el libro ‘Unión Patriótica Expedientes contra el olvido’. Un valioso documento que empieza con una escabrosa lista de asesinados y desaparecidos de la Unión Patriótica (UP), entre 1984 y 1997, continúa con las semblanzas de algunas víctimas y concluye con las reflexiones y testimonios de los líderes que sobrevivieron al aniquilamiento sistemático al que fue sometido el partido.
Una historia dramática que empezó en 1984, cuando se firmó el Acuerdo de paz de La Uribe entre el gobierno de Belisario Betancur y las Farc. Se pactó un cese al fuego y de hostilidades y se planteó la necesidad de crear un movimiento político producto del acuerdo. Nació entonces la Unión Patriótica. El Gobierno Betancur se comprometió a ampliar la democracia, con la elección popular de alcaldes y gobernadores y el estatuto para la oposición y el impulso de una reforma agraria. La UP se expresó en las urnas. En las elecciones legislativas y regionales fueron elegidos 24 diputados departamentales, 275 concejales, cuatro representantes a la Cámara y tres senadores, dos de los cuales venían del monte: Iván Márquez y Braulio Herrera.
Con su crecimiento electoral llegó la sangre. En el primer aniversario del partido fueron asesinados 300 militantes. Y las divisiones tampoco tardaron en llegar. Por un lado estaban los comandantes guerrilleros como Jacobo Arenas que reconocían a la UP como parte del plan de guerra y los más moderados los ‘perestroikas’ –en alusión a la Perestroika rusa liderada por Mijail Gorbachov– , quienes condenaban la combinación de todas las formas de lucha. En esa orilla estuvo Bernardo Jaramillo, quien sucedió en la candidatura presidencial a Jaime Pardo Leal, asesinado por los paramilitares el 11 de octubre de 1987. Tal fue la división que incluso en las Farc se habló de traición y Consejo de Guerra y algunos miembros de la dirección de la UP tuvieron que salir del país por temor a las represalias del movimiento guerrillero.
Aída Abella, el 8 de marzo de 1992, el día de las elecciones en donde resultó electa para el Concejo de Bogotá por las listas de la UP. (Foto Lara, Voz).
Las cifras de muertes siguieron en aumento. Dos décadas de ejercicio político de militantes de la UP produjeron más de tres mil muertes. En 1994, las autodefensas asesinaron al último representante de la UP en el congreso de la República, el senador Manuel José Cepeda. Una muerte que el Gobierno reconoció y por la que pidió perdón este año en una sesión solemne del Congreso. El fin jurídico del partido sólo llegó en el 2003, cuando el Consejo Nacional Electoral le quitó la personería jurídica al movimiento, que tras este recuento de asesinatos y persecución no logró sino 50 mil votos en las elecciones de 2002.
El libro de Romero reconstruye una historia contada por los sobrevivientes, muchos de los cuales forman parte del Polo Democrático Alternativo. Una de ellas fue Clara López Obregón, la alcaldesa designada de Bogotá, quien en 1987 fue candidata a la Alcaldía por una coalición democrática, integrada por el Nuevo Liberalismo Independiente, A Luchar, Frente Popular y la UP. Así recuerda esos azarosos días:
“La gloriosa Unión Patriótica” según Clara López.
El 13 de marzo de 1988, en una de las calles del barrio Nuevo Chile, la entonces candidata a la alcaldía de Bogotá por la coalición democrática, integrada por el Nuevo Liberalismo Independiente, A Luchar, Frente Popular y UP, Clara López Obregón, y el presidente del movimiento Bernardo Jaramillo. (Foto Lara, Voz).
No se me escapa la coincidencia. Hace 23 años participaba como candidata de una coalición de izquierdas liderada por la UP en la primera elección popular de alcaldes en 1988. En ese entonces, arreciaba la guerra sucia y el exterminio físico de la Unión Patriótica. Fue Jaime Pardo Leal quien primero me planteó la candidatura, no para ganar las elecciones sino para utilizarlas de tribuna de denuncia del genocidio en pleno desarrollo.
Todavía siento el escalofrío que invadió mi cuerpo cuando saliendo del Palacio de San Francisco, donde yacía en cámara ardiente el cuerpo de Teófilo Forero, me despedí de Patricia Ariza diciendo, “Nos vemos en el próximo entierro”. La magnitud de lo dicho, la impotencia frente a la inevitabilidad de muchos atentados y homicidios por venir y la indolencia generalizada de una opinión nacional que negaba lo que estaba sucediendo, todo eso y más, se resumía en una frase inconscientemente pronunciada que todavía me conmociona.
Los féretros de seis campesinos de la región de El castillo, Meta, pertenecientes a la UP, asesinados en septiembre de 1988. (Foto Pabloé, Voz).
¿Cómo pudo toda una sociedad vivir semejante holocausto sin aceptar siquiera que estaba sucediendo? A la salida de mi casa, sobre la Circunvalar, colocaban toda clase de grafitos amenazantes. La campaña la hicimos con Bernardo Jaramillo, pues Jaime Pardo no sobrevivió para inscribir mi candidatura. A la gente le daba miedo recibir la papeleta –todavía no se había implementado el tarjetón– y los restaurantes se desocupaban cuando entrábamos con Carlos Romero a comer algo.
César Gaviria, por esa época ministro de Gobierno, había mostrado en el Senado un mapa con la presencia de unos 30 o 40 grupos paramilitares. A ese mapa le sobrepuse los resultados electorales de la UP en las elecciones presidenciales anteriores, en las cuales sacó una votación inesperadamente alta y lo presenté como ponencia a un foro de candidatos convocado por la Presidencia de la República. Era el mismo mapa, pero no recibió la atención debida. Justo antes de las elecciones de ese año, se iniciaron las masacres en las haciendas La Negra y Honduras en el Urabá Antioqueño. Ya no iban sólo contra los dirigentes sino también contra los votantes. El mensaje era claro. Les siguió Segovia y tantas, tantas más.
Así, en medio de un río de sangre se desvaneció la promesa de la UP que surgió como un ensayo de incorporar a la insurgencia armada a la vida civil y pacífica. A manera de avanzada en medio de esa tregua fallida durante el Gobierno de Belisario Betancur, varios dirigentes guerrilleros se incorporaron a la vida civil y se presentaron como candidatos a las corporaciones públicas logrando un éxito inocultable. En menos de un quinquenio, la situación política del país creó expectativas esperanzadoras que fueron frustradas e interrumpidas por la presencia activa del crimen organizado con ramificaciones ya al descubierto en autoridades civiles y militares, que contribuyeron a planificar y ejecutar uno de los crímenes continuados más horrorosos y vergonzosos de la historia colombiana.
Angelino Garzón, vicepresidente de la UP, durante un recorrido por los barrios de Bogotá durante la jornada electoral del 11 de marzo de 1990, levanta la mano del candidato presidencial de la UP, Bernardo Jaramillo, quien saldría electo al Senado. A su izquierda el dirigente de la UP, Oscar González. (Foto Lara, Voz)
Los lamentos por la liquidación a sangre y fuego de la Unión Patriótica apenas si se registran en la opinión pública, cuando cualquier propósito de paz tendría que pasar por rendirle culto a la UP por el holocausto de toda una generación de líderes solo comparable con los pogromos dirigidos contra los judíos. Quedan todavía muchos interrogantes sobre este asesinato masivo. ¿Cuál es la responsabilidad del Estado? ¿Cuáles los hilos de financiación de los paramilitares? ¿Quiénes fueron los individuos que orquestaron esa alianza non sancta de narcotraficantes, ganaderos, políticos e integrantes de la fuerza pública que llevó a cabo el exterminio? ¿Quiénes son los autores intelectuales?
La violencia política ha sido una constante en la historia del país. Así lo demuestran la masacre de las Bananeras, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, la primera Violencia, así con mayúscula, la muerte de Guadalupe Salcedo y el exterminio de la Unión Patriótica.
La “Mano Negra” de todos los tiempos ha estado presente, aunque muchos tratan de invisibilizarla. Pero de todos los crímenes que se han perpetrado contra los dirigentes y organizaciones políticas de avanzada, la de mayores consecuencias ha sido el que se cometió contra la UP, que no sólo era un proyecto político nuevo, sino una propuesta de paz, una propuesta de reconciliación nacional, una propuesta de democratización del país.
El esclarecimiento y la solución de los interrogantes planteados son el presupuesto básico para cualquier proyecto de paz y de reconciliación nacional. No es posible reconciliarnos en medio de la impunidad. Para que Colombia se incorpore al proceso de democratización y cambio social que vive América Latina, se requiere recorrer el camino de la búsqueda y aceptación de la verdad. Ese es el objetivo del Centro Memoria, Paz y Reconciliación que ha impulsado este documento histórico, Unión Patriótica Expedientes contra el olvido, como aporte a la necesaria reparación de las víctimas. Es nuestro deber vencer la impunidad como presupuesto para construir nuevos caminos de paz y reconciliación.
Operación Golpe de Gracia
Aída Abella, la mujer que en junio de 2011 en la Escuela de Ingenieros de Metz gritaba airada por la presencia del ex presidente Álvaro Uribe, a tal punto que logró junto a una veintena de personas que el ex mandatario renunciara a la cátedra que dictaba. Abella, la misma quien en 1992 salió electa con una de las votaciones más altas de la izquierda al Consejo de Bogotá por las listas de la UP y luego se marchó al exilio tras un grave atentado, el 7 de mayo de 1996, cuando sicarios intentaron lanzar un rocket contra el carro en el que se movilizaba. Aida Abella, la sindicalista aguerrida, que habló en una entrevista con Roberto Romero, publicada en el libro Unión Patriótica Expedientes contra el olvido, sobre una operación dirigida contra los dirigentes de esta colectividad en los años noventa de la que se conocen pocos detalles: La Operación Golpe de Gracia.
“A mediados de 1993 un anónimo llegó a la sede de la UP sobre la Operación Golpe de Gracia. En una hoja escrita a máquina, alguien nos hacía conocer que la cúpula militar de la época, con nombres y apellidos, se había reunido, para discutir dos opciones: si se abrían procesos judiciales amañados para llevar a la dirigencia de la UP a la cárcel o si seguían con el plan de exterminio contra la dirección nacional y los comandos departamentales. Primó la segunda. Por eso preparamos una carta a las organizaciones de Derechos Humanos del mundo transcribiendo la grave amenaza que pesaba sobre todos nosotros. Salí y en la sede del Partido Comunista me encontré con Miller Chacón, el secretario nacional de organización del Partido Comunista Colombiano, que había reemplazado a Teófilo Forero, asesinado junto con su esposa y dos dirigentes más el 27 de febrero de 1989 en Bogotá.
Demostración de un grupo de sobrevivientes de la UP, organizada por la Corporación Reiniciar el 12 de octubre de 2010 en Bogotá en el Día Nacional de las Víctimas del genocidio contra la UP. (Foto Betty Monzón, Reiniciar)
Le entregué el anónimo y lo leyó con cuidado. Era un hombre muy tranquilo y expresó sin rodeos: “Nos van a matar a todos”. Ese fin de semana se reunió la dirección del Partido para tomar las medidas de protección. Miller, un estudioso de la política, el deseaba poner a todo el mundo a salvo, fue el primero en caer víctima de este plan, el 25 de noviembre de 1993, en una calle al sur de Bogotá. Luego vendría el asesinato de Manuel Cepeda, casi nueve meses después, el 9 de agosto de 1994. Habíamos visitado varias veces al flamante ministro de Defensa del presidente César Gaviria, Rafael Pardo Rueda, para denunciar estos planes. En su despacho estuvimos con Álvaro Vásquez, Manuel Cepeda y Hernán Motta, entre otros. Jamás se inmutó ante las graves denuncias, parecía que los muros del despacho eran más susceptibles a lo que decíamos. Su frase preferida, al menos en nuestras reuniones, era “no les creo, pruebas, pruebas”.
Siempre me impresionó que ni siquiera nos mirara. Sus ojos permanecían clavados en la mesa y con un bolígrafo en la mano. Esa frialdad y deshumanización ante hechos tan serios me llevaron a reconfirmar que todo estaba calculado. El establecimiento estaba advertido, desde los primeros asesinatos, que las fuerzas militares se encontraban seriamente implicadas”.